lunes, 11 de marzo de 2013

CAP. 2

2 - Pasado por agua

No sé cuánto estuve a la deriva en el agua, ni cómo llegué a la costa. Me desperté desparramado sobre la orilla, pero no como en las películas de cara a la isla, ni tampoco tan completo. Estuve mareado un buen rato, vomité, y en mi cabeza había enganchada una bolsa del antiguo supermercado Norte, ahora Carrefour. Pude recolectar algunas de mis cosas en la playa, la mochila casi entera. El cuaderno estaba pasado por agua, pero todavía servia; de "cósmico", el bote, no había rastros.
Recordé algo que me había contado mi amigo Juan, que tiempo atrás había ido a la isla junto a un taller de arqueología y antropología que daba la Municipalidad de Zárate. Me dijo: los árboles que crecen parejos en altura son de plantación humana, los desparejos son naturales. ¿Qué tanta relevancia tenía este dato en ese momento?, se preguntarán ustedes. El asunto era encontrar un lugar de la isla donde hubiera, al menos, un habitante al que acudir. No tenia ni un sentido de orientación, ni siquiera podía ver el puente Brazo Largo. La expedición venía siendo un fracaso, y casi pierdo la vida, era tiempo de volver a casa.
Después de como dos horas de volver del mareo (y luego de poner a secar al sol algunas de las cosas que se salvaron) intenté subirme a un árbol para poder buscar en el horizonte alguna persona; fue imposible, los árboles alrededor eran altísimos. Desistí de mi plan al segundo porrazo que me di contra el suelo. Fue ahí cuando encontré algo increíble, tanto para esta historia que hoy les cuento, como también para mi historia personal; ya se enterarán por qué.
Mientras rodaba por el piso, y un poco antes de pararme, vi en el suelo unas huellas, enormes y animales, más bien gigantes. No eran de un perro. Y hacen bien en suponer lo que suponen, no por nada los introduje lentamente a donde los estoy llevando. Eran de León.
Recuerdo que en ese momento, luego de lo que me había pasado con el bote, y estando ahí tan a la deriva, encontrar eso fue retroceder unos diez años. Por entonces era un niño que soñaba que lo perseguía un León, que en muchas ocasiones lo alcanzaba. Podría hacer una interpretación pseudo-psicoanalítica bastante pedorra: era el miedo que me tenía a mí mismo. En ese momento había asociado la similitud del nombre del animal (y su figura indiscutida) con mi propio nombre, y ese gordito tímido de la escuela primaria que no se animaba a casi nada, solo dibujar.
Ahí estábamos, aunque en diferentes momentos, un León y yo. Esta vez todo era real. Y si bien no había probabilidades de encontrarlo con vida, sí podía encontrar una especie de trofeo, de oportunidad, de historia, algo que simbólicamente me devolviese, fuera del sueño que me quitó, algo de tranquilidad.
Agarré el bolso, todavía estaba bastante mojado. Para garantizarme poder volver sobre mis pasos arranqué una de las hojas, improvisé unas indicaciones de norte y sur y la clavé a un árbol.
Me armé de coraje y avancé sobre las huellas del León.

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